Uno
de los valores que la sociedad nos atribuye a los arquitectos es el de la
responsabilidad. Pero no tanto como una cualidad que radica en nuestra conciencia
permitiéndonos reflexionar, administrar, orientar y valorar las consecuencias
de nuestros actos, en el plano de lo moral y en relación con la función social
de la Arquitectura, sino como la obligación que recae sobre nosotros de reparar
el daño causado a otro, sea en naturaleza o bien por un equivalente monetario.
Es decir, solo se nos reconoce,
tristemente, la responsabilidad civil. Y tengo mis dudas sobre si muchos de
nosotros sólo pensamos en esta parte del concepto de responsabilidad, que eso
sí, nos supone mucho dinero.
Como
la mayoría de los arquitectos comprendo y asumo que nuestra profesión lleva
aparejada una lógica e inseparable vinculación con la responsabilidad civil,
dada la naturaleza de nuestros trabajos; pero la presión económica a las que
nos vemos sometidos por este motivo está alcanzando límites difícilmente
soportables, máxime cuando comparamos los que afectan a otras profesiones a las
que ahora se les quiere permitir el paso franco a nuestro campo profesional, o los
de nuestros “responsables” políticos y económicos, a quienes nada parece
afectar aunque sus incorrectas decisiones económicas, perjudiquen directamente
al bolsillo de millones de personas. ¡Y es que por una grieta en una pared te
sientan en un banquillo y por una estimación macroeconómica errónea no!
Estaría
bien que se divulgara y reconociera que, independiente de la culpa que el
técnico pueda tener ante una reclamación, en estos tiempos de crisis somos
nosotros, arquitectos y arquitectos técnicos que intervenimos en las obras, los
que garantizamos las indemnizaciones en muchísimos de los casos que se juzgan,
aunque no tengamos toda la responsabilidad, ya que la crisis se ha llevado por
delante a promotoras y constructoras, mientras que nosotros, la mayoría de las
veces pequeñas empresas, estudios unipersonales o falsos autónomos explotados
por un sistema laboral mal regulado, siempre estamos ahí, no podemos
desaparecer físicamente salvo con la muerte ( y en ese caso tenemos familia a
la que cargar con nuestra sentencia). Y no estaría de más que la sociedad
supiera el coste que supone a muchos compañeros mantener el seguro una vez jubilados,
especialmente si lo comparamos con la pensión que reciben.
Cada
vez duele más comprobar cómo la sociedad, en estos tiempos críticos
económicamente, ve en nuestra responsabilidad civil un modo de abaratar los
presupuestos de ejecución de los trabajos de reforma o reparación, principal
yacimiento laboral para tantos y tantos pequeños despachos que en este país
somos. La picaresca subyacente en el modo de ser hispano conduce, en cada vez
más ocasiones, a razonamientos tales como: ¡No precisamos asesoramiento de un
técnico para ver qué conviene hacer, sino que debemos llamar a varios y entre
las diferentes soluciones, independientemente del procedimiento propuesto cuyas
características no entendemos, elijamos la que menos cueste; se supone que como
el arquitecto tiene un seguro, si la solución no funciona ya le demandaremos!
Otras veces, esta actitud cicatera, corta de miras y cláramente más onerosa a medio
plazo, se ve complementada con la actitud de técnicos irresponsables que asumen
trabajos para los que se precisaría un proyecto simplemente
ofertando una dirección de obra nominalmente referida a un trabajo más sencillo,
o insolidarios que tiran honorarios hasta niveles inadmisibles para el resto de
la profesión a la que salpican con su indignidad. No hablaremos de las empresas
que ofertan los proyectos técnicos precisos a precios irrisorios y a sabiendas
que los cobran con creces en las partidas y calidades de la obra.
Pero
siendo importante, y capital, la responsabilidad civil que nos acompaña a todos
y cada uno de los arquitectos, ésta no deja de ser sino una parte
específica de la responsabilidad general que hemos adquirido
por el mero hecho de haber elegido esta profesión y que deriva, en mi opinión,
de la función social de la Arquitectura.
El
ejercicio responsable de nuestra profesión de arquitectos, nos debe llevar a conocer las inquietudes y necesidades de
nuestra sociedad en aspectos esenciales de la misma, que van desde la
satisfacción de sus necesidades contingentes hasta los campos de la educación y
enriquecimiento intelectual, las relaciones humanas, el conocimiento de su
historia y la conservación del entorno natural, dando respuesta a las mismas a través de nuestro trabajo, siempre
en constante proceso de aprendizaje y mejora a partir de experiencias
anteriores propias y ajenas, tanto en los procedimientos de diseño y producción
documental como en los resultados finales de nuestra dirección, asumiendo las
consecuencias que por acción u omisión genera nuestra actividad en la persona, la
sociedad y el entorno natural.
La responsabilidad social del arquitecto,
y del conjunto de la profesión, al ejercer una actividad relacionada con la
técnica y la modificación de las condiciones del entorno natural, surge de la libertad
para elegir opciones capaces de dañar o favorecer a la persona, la sociedad y
el medio ambiente, según un imperativo que nos impulsa a obrar de tal modo que
los efectos de nuestra acción sean compatibles con la vida humana.
¿Hasta
que punto el arquitecto es consciente de la enorme responsabilidad que adquiere
con el ejercicio de su profesión? ¿Hemos hecho dejación de nuestra
responsabilidad social, individual y colectiva, como arquitectos? Si bien la
organización actual de la sociedad y de los campos de actividad en que nos
movemos, basados en premisas económicas neoliberales, dejan estrechos márgenes prácticos de libertad al arquitecto para adoptar decisiones conformes a ese principio de responsabilidad,
máxime si contradicen las directrices del mercado, mi opinión es que la actitud
individual de muchos de nosotros libra un denodado combate para introducir
actos y decisiones acordes a dicho principio. Pero las circunstancias
económicas extremas en el mundo de la construcción, tanto las del ciclo
expansivo pasado como las de la recesión actual, en nada son favorables a un
ejercicio socialmente responsable, en los términos enunciados, de la arquitectura. Un comprensible
instinto de conservación nos retrae de convertirnos en mártires, monjes-soldado
o super-héroes de la Arquitectura.
¿Libramos
los arquitectos, desde un punto de vista colectivo, un combate similar desde
organizaciones, agrupaciones o colegios? Seguro que encontraremos excepciones
pero, en mi opinión, creo que no. Y esto es así porque, sencillamente y salvo loables
intentos aislados que considero embrionarios o todavía de pequeña escala, no
estamos organizados. Y no lo estamos por nuestra gran individualismo, no exento de ego, que en un
mundo complejo en el que cada actividad humana presenta varias facetas, que
precisa de la colaboración de muchos individuos expertos en las más diversas
disciplinas para llevar a delante el más pequeño proyecto no deja de ser sino
una fuente de problemas y una invitación al fracaso.
Nuestros
colegios profesionales, situados tiempo atrás en una cómoda inercia de
funcionamiento, se encuentran hoy desarbolados por la crisis después de un notable
olvido en el ejercicio de la responsabilidad general de la profesión para con la
sociedad que, después de solo ver en ellos un organismo burocrático más, ahora
no los reconoce como instrumento para solucionar sus problemas, pese al
prestigio social que acumularon tiempo atrás. Más allá de la viabilidad económica,
si los colegios quieren lograr una vía de salvación habrán de empalizar con la
sociedad y conocer sus inquietudes y necesidades en relación con el campo de
acción de la Arquitectura, canalizando respuestas y soluciones a las mismas.
Nuestra
responsabilidad social está ahí, es inherente a nuestra profesión y es
necesario reconocerla y asumirla como garantía de supervivencia de la misma, como
nuestro hecho diferencial. No podemos batallar por nuestra cuenta para sobrevivir
hoy y morir mañana, sino que necesitamos unirnos para hacer oír nuestra voz y lograr
que la sociedad de la que formamos parte nos reconozca como sus profesionales y
nos reclame como necesarios para
resolver sus problemas.
Nuestra
formación como arquitectos nos proporciona unos conocimientos que son imprescindibles
para satisfacer las necesidades básicas del ser humano y su desarrollo como
persona; para la organización de los grupos sociales y su crecimiento
sostenible; para ordenar el territorio, preservar y comprender las huellas de
nuestro pasado y garantizar la continuidad del entorno natural. El ejercicio de
nuestra profesión nos permite influir en la vida cotidiana de las personas y en
su desarrollo individual y colectivo, pudiendo marcar desde pequeños su
personalidad. Sin duda, como arquitectos tenemos un gran poder, pero
¡un
gran poder conlleva una gran responsabilidad!
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